Siempre creí firmemente que el éxito profesional se cimenta en la realización de unas pocas tareas muy simples y al alcance de cualquiera. Algunas de ellas son saber planificar y organizarse… ¡¡de modo excelente!!
Al hilo de mi disertación de ayer sobre la gestión del tiempo, hoy profundizaré en este asunto mostrando con ejemplos reales cómo un jefe mediocre puede generar más problemas que soluciones.
Los que me conocen “de cerca” saben que dedico bastantes horas a diseñar planes de actuación y a organizar mi tiempo de modo preciso para poder llevarlos adelante. Es un hábito que practico desde que tengo uso de razón y que llevo muy interiorizado. ¡¡Ya ven!!: no se trata de ningún secreto de esos que solo están al alcance de unos privilegiados. Es una tarea bien sencilla que, a base de repetición y perfeccionamiento, acaba siendo una poderosa herramienta para sacar adelante con éxito muchos de los objetivos que nos marcamos.
Pues bien, en mi etapa como comercial dedicaba una buena parte de mi tiempo “familiar” a esta burocracia “empresarial”, hasta conseguir ubicar cada cliente en su momento oportuno, dar prioridad a aquellas gestiones que así lo requerían y, en definitiva, saber qué tenía que hacer en cada momento y con quien. Soy consciente que todos estos planes nunca son inamovibles, sino simples declaraciones de intenciones que luego deben ajustarse para dar cabida a aquellas cuestiones imprevisibles que cualquier vendedor debe acometer como parte de su trabajo. ¡¡Aquí estaba el problema!!
Recuerdo que al principio las cosas funcionaban razonablemente bien: no surgían demasiados imprevistos que obligaran a retocar la planificación y, con más o menos precisión, se podía cumplir casi todo lo previsto. Las cosas funcionaban bien y los resultados acompañaban. Pero poco a poco nos fuimos metiendo en una espiral de actividades generadas por los distintos directivos (el product manager del producto A, el del producto B, el jefe de ventas, el director de RR.HH. y hasta el propio mando intermedio) que venían siempre con el mismo “sello”: ¡¡prioridad!! Se llegaga al absurdo de tener que acudir a reuniones de ciclo -esas en las que nos presenta a la red de ventas las actividades comerciales para un periodo concreto- y que salieran a la palestra 5 gestiones diferentes… ¡¡todas ellas prioritarias!! Y nuestro gerente, en una esquina, silbando “el puente sobre el río kwai” como si la cosa no fuera con él. ¿Cómo pueden ser prioritarias todas las tareas? ¿Prioritarias sobre qué? Se supone que la palabra “prioridad” establece una jerarquía y que, en consecuencia, algunas cosas deben ir antes que otras. Al final ya no sabíamos por cual empezar y entonces se llegaba al absurdo de marcar las “prioridades sobre las gestiones prioritarias”. ¡¡Fantástico!!
A lo que iba; el problema para mí era encajar toda esta “hemorragia” de actividades con una planificación claramente enfocada a una prioridad absoluta: vender y cumplir con los objetivos de la empresa. Como uno es responsable y trata de hacer lo que le piden, a mí solo se me ocurría una cosa: encajarlas todas sin dejar ninguna fuera, haciendo “acrobacias" de circo chino”. Pero esto tiene nefastas consecuencias: la carga de estrés a la que nos auto-sometemos es inaguantable en el tiempo y acaba derivando en problemas de salud. ¿Se extrañan de que haya aumentado tanto el absentismo laboral en los últimos tiempos, las bajas por depresión y/o ansiedad o el resto de patologías asociadas a trastornos mentales? Esta dinámica creciente de actividades “imprevistas”, todas ellas urgentes y prioritarias, es una constante en las organizaciones de hoy. “La velocidad de los tiempos que nos tocó vivir”, le llaman algunos listillos para definir lo que no deja de ser un caos organizativo sin nombre.
Mi crítica de hoy va dirigida a aquellos mandos intermedios que toleran y hasta fomentan este tipo de actitudes, personas que no solo no saben gestionar su agenda de actividades para no acabar pidiendo las cosas “para ayer”, sino que además trasladan todo lo que “cae de arriba” hacia los de siempre sin llegarse a cuestionarse hasta qué punto los de abajo son capaces de soportar tantas gestiones urgentes sin “morir en el intento”. Los buenos jefes deberían “filtrar” todas esas actividades y establecer prioridades reales, ayudando así a sus subordinados a implementar las actividades con un poco de orden y corrección y “protegerlos” contra el gran mal del siglo XXI: el estrés en el trabajo.
Retomo mi sugerencia de ayer para directivos: pónganse de vez en cuando en el lugar de sus subordinados cuando les piden constantemente que realicen urgentemente aquellas cosas que ustedes fueron dejando que se atrasaran por no saber planificarse bien; pónganse en el lugar del empleado que tiene una programación de actividades diseñada con un claro objetivo de productividad y piensen cómo deben sentirse cuando ven que su tarea de programación no sirve para nada porque constantemente debe ser alterada para encajar nuevas acciones, todas urgentes. Y, en resumen, piensen de vez en cuando hasta qué punto la falta de programación de ustedes no es la causante de muchos de los problemas de estrés que hay en sus equipo de trabajo, con las consabidas consecuencias sobre las relaciones interpersonales y sobre la productividad.
Es un consejo que les traslado desde la experiencia de haber padecido muchos años la improvisación como conducta más habitual en quienes me dirigieron, con honrosas excepciones.
Un abrazo
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