A vueltas con el talento de los empleados

Me gustaría volver a tratar el asunto del talento porque observo una gran preocupación en las empresas por aprender a gestionarlo de modo óptimo. Y no les faltan razones para ello: desde hace muchos años las empresas se están llenando de personas “sobrecualificadas” para cubrir las vacantes que van quedando y todas aquellas otras que se generan. ¿Quién no quiere tener en su empresa al más listo, al más hábil, al más competente, al más simpático, al más alto, al más…? Queremos lo mejor de lo mejor.

Como consecuencia de esa carrera alocada por meter “al más", las empresas consiguieron elevar infinitamente el nivel medio de formación y cualificación y ahora se plantean el problema de cómo gestionar todas esas capacidades que atesoran los empleados contratados. Se sabe que para sacar todo el talento de las personas hay que cambiar el modo de interactuar con ellos, abandonando el rol de jefe y transformándolo en un nuevo modo que dio en llamarse “de líder”. Desde hace unos 40 años venimos dándole vueltas a este rol y todavía seguimos en ello.


Pero hoy quiero ir más allá en mi disertación. Voy a imaginarme una empresa de tipo medio en la que los mandos que gestionan directamente a los empleados SI saben ejercer con eficacia el rol de líderes y saben, en consecuencia, sacar lo mejor de cada uno de ellos en favor de la organización. ¿Es suficiente? ¿Podemos darnos por satisfechos?

Mi respuesta es que no. Una cosa es sacar el talento de los empleados y otra bien diferente implementar las innovaciones que nos propongan como consecuencia de su proactivo papel. Muchísimas de las empresas no están preparadas para asimilar las nuevas propuestas, por una parte debido a la rigidez de las normas y por otra, a causa de la inflexibilidad de los puestos.

Y les diré que yo viví este problema en primera persona cuando trabajé en una gran multinacional “de cuyo nombre no quiero acordarme”. Nuestro inmediato superior era una persona joven que nos permitía bastante margen de maniobra en nuestro desempeño diario. Constantemente fomentaba reuniones e incentivaba a los empleados para que propusieran ideas que sirvieran para mejorar la gestión cotidiana. Muchos de nosotros, ilusionados por la posibilidad de dar nuestra opinión, proponíamos pequeñas innovaciones que nos podrían diferenciar de los competidores.

A partir de ahí, el jefe trasladaba el mensaje al de arriba, y éste al de más arriba, y aquel lo hacía llegar a los centros de decisión para que lo valoraran. ¿Y qué sucedía luego? ¡¡Absolutamente nada!! Las cosas seguían exactamente igual que antes. Realmente no sé si era que el mensaje se distorsionaba cada vez que alguien “decía que me dijeron que te dijera” o si el problema estaba en que los de arriba no sabían como implementar las ideas, pero el caso es que toda la ilusión por proponer cosas se tornaba en frustración cuando observábamos, una tras otra, que nuestras opiniones no servían para nada.

Y con toda esta cadena de dislates, lo único que conseguían era todo lo contrario de lo que querían lograr: que las personas con talento se desencantaran, se desmotivaran y dejaran de proponer cosas. ¡¡Inhibían su talento!!

Por lo tanto y a modo de resumen, está muy bien querer que las personas propongan pequeñas innovaciones para mejorar su gestión diaria, pero hace falta que de vez en cuando, alguna de ellas se implemente. Aunque solo sea para mandar el mensaje a los empleados de que sus opiniones sí son consideradas por la organización. Por desgracia hay demasiadas empresas que sólo se quedan en buenas intenciones y que, fuera de eso, no tienen una estructura capaz de asimilar e integrar las propuestas de los de abajo, de las personas talentosas que  “piensan” por sí mismas. ¿Vale de algo querer gestionar el talento en estas circunstancias? ¿No será mejor empezar por arriba y crear estructuras más ágiles capaces de integrar algunas de las ideas provenientes de los empleados?

Ahí les dejo mi reflexión. Reciban un cordial saludo
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