Hoy quiero traer a esta página una experiencia pasada por si a algún lector le puede ser útil para sacar alguna lectura positiva.
Mi primer trabajo fue en la oficina de una empresa de mi pueblo. Se trataba de una empresa bastante importante en su sector y eso explicaba que la oficina contara con multitud de departamentos en los que trabajábamos unas 20 personas. Yo roté por bastantes de ellos, pero para este ejemplo tomaré como ejemplo cualquiera (no importa cuál). Por las razones que fueran, yo tenía cierta facilidad para sacar adelante las tareas encomendadas y –en general- me solía encontrar con determinada cantidad de tiempo “ocioso” al día. En mi afán por aprender y aprovechar el tiempo, cada vez que tenía un rato libre me dirigía al despacho del jefe de oficina y le planteaba la situación: o bien él mismo me asignaba alguna tarea o me remitía a algún compañero de otro departamento para que le echara una mano con las tareas que tuviera atrasadas.
Para mí este “plus” era tremendamente motivador porque me permitía ir aprendiendo cosas nuevas de otras secciones y me sacaba del enorme problema de estar “rascándome la barriga” en mi mesa esperando la hora de salir.
Los problemas comenzaron cuando los compañeros aprovechaban mi disposición a ayudarles para delegar en mí “los marrones” asociados a su departamento: archivar facturas, clasificar albaranes, revisar registros…, tareas que no me aportaban absolutamente nada y que eran la parte desagradable de cada sección. Reconoceré que incluso el propio jefe de oficina -en determinadas ocasiones- cayó en la misma tentación: delegar en mí las tareas menos gratificantes de la oficina, aquellas que se retrasan porque nadie encuentra el momento para sacarlas adelante.
Con el tiempo comencé a tener serias dudas sobre qué era lo más conveniente cada vez que disponía de un rato “ocioso”: ¿se lo decía al jefe de oficina o me entretenía con cualquier cosa en mi propio departamento? La duda tenía su razón de ser: había una alta probabilidad de que me asignaran tareas que no me aportaban nada y que, incluso, me resultaban desagradables de realizar.
Es duro reconocerlo aquí, pero ya os imagináis lo que acabé haciendo: pasando de hablar con el jefe y quedarme en mi departamento dándole vueltas a papeles que ya tenía solucionados. Esto sucedió durante bastante tiempo, hasta que el aburrimiento y el tedio llegaron a tal punto que me planteé cambiar de empresa. ¡¡Esa fue la razón de mi primer cambio de compañía!!
De esta vivencia se podría extraer la siguiente moraleja: delegar funciones puede acabar siendo una mala decisión si lo que se delegan son tareas poco gratificantes. ¡¡Se deben delegar funciones que ayuden al aprendizaje y al desarrollo profesional!! Si caemos en la tentación de “delegar los marrones” (cosa demasiado frecuente) estaremos quemando a quien muestra una buena capacidad de trabajo y predisposición. Estaremos quemando a la gente productiva.
Como decía José María García: ¡¡ojo al dato!!
Un abrazo
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